CONCURSO AMORES FUERTES RELATO 1 DE 5


EL CHICO DEL FONDO

Mariana Sayago


La muerta llega de vuelta a la puerta de la sala. Se aburrió un poco del ataúd y salió a dar una vuelta por las estrechas veredas de ciudad del Buque.
Mira la cara de cada uno: la tía hipermaquillada e hipocondríaca; la prima envidiosa y gorda sin vuelta; el vecino que la manoseaba cuando era pequeña; el tío que la violó desde los 3 hasta los 10 años; la abuela que la castigó con un rebenque cuando tenía 4; las amigas, hablando del muchacho desconocido que está al fondo de la sala y que no saludó a nadie; los amigos, algunos lamentándose de la colección de discos que, un día de aburrida, había pintado y puesto en sus paredes, arruinándolos; el vecino de la calle 4 hablando con la vecina que vive a dos casas, mintiéndole que él había sido su novio y que la mamá de ella, lo adoraba; los primos, contando chistes. Todos malísimos pues el más grande de ellos tiene 16 años; otros tíos lejanos, contando chistes. También malísimos, pues nada tiene que ver la edad con la estupidez…
Su madre: su amor y su odio; su paz y guerra continua.
Sigue caminando y llega al fondo: se da cuenta que el chico que estaba apoyado en el fondo del salón y que no había dado bola a nadie, era su vecinito del frente. Ella se había enamorado de sus tremendos ojos verdes cuando tenía 11 años.
Como ya manejaba el lenguaje y las acciones sexuales casi como la mejor; fue al primero al que le hizo sexo oral voluntariamente. Obviamente que, después de eso, él la siguió a todos lados, convirtiéndose en su amigo, su compañero, casi su perrito faldero.
Ahora era un flaco largo y desgarbado. Debía tener 23 o 24 años. Los tremendos ojos verdes seguían ahí.
La muerta se preguntó si seguiría casado: todavía recuerda la mañana que se levantó y se enteró que en la casa del frente había una boda. Ella tenía 13 y él 16. El pastor, cura o pai o lo que fuese de su iglesia lo hizo casar con una niña que estaba embarazada. Él siempre clamó su inocencia.
Se arrepentía de no haberlo amado completamente. Nunca pasaron de la oralidad. Ella le enseñó a él como hacérselo: exactamente como le gustaba. Siempre planearon una primera vez completa pero nunca se dio.
La muerta piensa. Lo mira. Quiere tocarlo. ¿Podría?...
Sonríe pícara y le susurra en el oído: “te espero en el baño…”
Él oye algo. Un susurro. Un calor cercano. De repente, le dan ganas de ir al baño.
Entra y cierra la puerta. En el compartimento chiquito, la muerta se aprieta contra él. Él se siente tocado, apretado, acariciado y se asusta.
Ella le dice: “tranquilo mi amor, tranquilo….” Y lánguidamente, se resbala hasta que con los labios aprieta el cierre de la cremallera y la abre…
Él… no sabe si sueña o se había muerto o qué, pero sabe que es ella y se entrega. Como siempre lo había hecho: desde muy pequeños gozaron de cosas de adultos, pero él nunca le preguntó de dónde las había aprendido. Aunque intuía todo.
Ahora, él ya un hombre y ella una joven hermosa (y muerta...) saben que tienen que saldar deudas.
Cierra sus ojos y con sus manos modela la corporeidad y la turgencia conocidas. La respiración caliente en su ingle, eriza todos sus sentidos: sabe que es todo un imposible, pero ella está ahí: la toca, la siente: calor, respiración, cabellos, cintura… sólo que no debe abrir los ojos. Lo intentó y el miedo casi le gana y su órgano amenazó con recluirse para siempre, al ver sólo los cerámicos de la pared de enfrente.
“Sigamos”, piensa y cierra los ojos y le baja la persiana a la razón.
Acaricia su cabeza y la acerca a sus labios: “vení”, le susurra él… el beso es tímido al principio y después, ya no. La avidez nunca se había extinguido y el fervor de la juventud se humedece en las bocas abiertas y encajadas. Su aliento dulce es tal como lo recuerda y los cuerpos se amoldan perfectamente, tal como lo recuerda.
Ella está desnuda (“¿Cuándo se había sacado la ropa?”, piensa. “¿Acaso la tenía puesta? Se responde a sí mismo) y las manos tientan todos los rincones. Todos.
“Mi amor… mi amor…” le dice él.
“Te esperaba…”, le susurra ella.
El Tío Pocholo tiene incontinencia. Había llegado 2 horas antes al velorio y ya había ido 10 veces mínimo al baño. Vuelva para cumplir la vez número 11 y ve la puerta cerrada. Toca sordamente, para evidenciar su presencia y se dispone a esperar. Todavía puede.
Adentro, no existe ningún ruido, ninguna realidad, nada.
No se puede decir que hay dos jóvenes. Ni dos cuerpos. Tal vez pueda decirse que los amantes por fin cumplen el sueño de volverse uno en el acto amatorio. Pero tampoco es eso.
La muerta se siente más viva que nunca. Él la apoyó en la pared y con su lengua marca el camino hasta sus caderas y más allá. Sus sentidos bombean locos y casi en el primer hálito de respiración que siente en su entrepierna, comienzan sus orgasmos.
El Tío Pocholo empieza a preocuparse. Quien fuera que sea que estaba adentro, está tardando mucho. No sabía si esa paparruchada moderna de “calzoncillos para la incontinencia” que la Leonila lo obligaba a usar, funcionaría.
Detrás de la puerta, él abre las piernas de la muerta y hunde su cabeza en sus labios inferiores. Siempre le había gustado eso. Bebe goloso todos sus fluidos y cada vez más ansioso, aprieta sus muslos.
De repente se para y la alza, se sienta en sobre el sanitario que tiene la tapa cerrada e imagina que la mira a los ojos. Imagina que ella asiente: cómplice, amante y divertida, y la penetra.
Los años de miradas deseosas. Los días de canciones románticas. Las noches de insomnios y autosatisfacciones sobre su foto. Las ganas. Los sentimientos. Las palabras. Los llantos. La noticia espantosa de su muerte. Los apetitos. La adolescencia. Las esperanzas. Todo, todo fundido en un solo y único grito mojado, gozoso y volcánico.
El Tío Pocholo vuelve a golpear. Ya podemos estar casi ante la inminencia de una emergencia nacional. Empieza a dolerle el bajo vientre y no puede estar ni parado ni sentado.
Golpea más fuerte. Nada. Aporrea la puerta y ésta se abre.
Entra presuroso y piensa: “Qué estúpido, no había nadie en el baño”.